En su libro La fenomenología del espíritu el filósofo idealista alemán Hegel (1770—1831) introdujo un concepto filosófico conocido como Dialéctica del Amo y el Esclavo cuya genialidad y originalidad sólo fueron superadas por sus múltiples interpretaciones. Marx, por ejemplo, tomó este concepto heredado a su vez de la adaptación de Fuerbach con unas connotaciones sociales referidas a la eterna oposición entre proletariado y burguesía.
En esta obra el objeto de análisis todo el tiempo es el desarrollo de la conciencia durante el proceso de conocer y conocerse a sí misma, y será el símil ideal de cómo crece y se desarrolla la conciencia de un bebé hasta la madurez, y de cómo en cierto punto la conciencia de un niño iguala en el mismo estadio a la de un perfecto adulto.
Remontémonos al primer momento de la conciencia, la llamada certeza sensible. Aquí se forma la vinculación básica de la conciencia con el exterior; empieza a saber que hay más allá de sí misma. Se descubrirá que el objeto descubierto, lo que es no es la conciencia, es algo complejo, pues aúna dos características básicas que se contraponen: que es un único todo y que posee múltiples características. La oposición entre unidad y diversidad pondrá en tela de juicio la capacidad de la percepción de la conciencia, pero dejará de confundirse y fundirá ambos atributos. En ese momento se llegará a una conclusión: que las diferencias en el objeto no existían, que la verdad es simplemente una captación de la conciencia. La conciencia entonces se ve a sí misma como conciencia responsable del conocimiento: primero ella veía el objeto de una forma y luego de otra, y se ha dado cuenta de que la contradicción que la enervaba era inexistente. Se pasa pues a ser autoconciencia, conciencia que sabe después de haber tratado de hallar la verdad en el exterior cuando se encuentra en su interior.
Este punto es importante. Consciente sí mismo, esto es, autoconciencia, descubre que la ajena lo es también. Esto quiere decir que se defiende de la recién conocida conciencia ajena, pues se percata que al ser la conciencia ajena pone en riesgo su monopolio como autoconciencia. Así, se plantea destruir a la recién conocida y ocurre algo interesante: se percata que no quiere destruirla, ni eliminarla, porque su destrucción implicaría que una parte de sí misma desapareciera. Lo que desea la autoconciencia de Hegel es el reconocimiento de la otra conciencia como autoconciencia, porque es lo máximo que puede ofrecerla otra conciencia. De esta forma, se crea un vínculo inquebrantable entre ambas.
Aquí entran los roles de amo y esclavo. Las dos conciencias querrán lo mismo y estarán en igualdad de oportunidades; sin embargo, sus reacciones serán opuestas. Mientras que una deseará bajo cualquier concepto el reconocimiento, otra tendrá miedo de que la otra conciencia le quite lo más preciado que tiene: la vida. Así, el amo anunciará que no teme perderla a cambio del reconocimiento, y esto aterrará al esclavo, que obedecerá al amo para no perder la vida. De esta forma comenzará su esclavitud al servicio del amo, que consistirá en cumplir sus deseos y permitir su yugo.
Terminará este proceso con la inversión de la dialéctica. El esclavo manejará la naturaleza para conseguir productos que satisfagan al amo y acabará asociándose al trabajo. El amo, por su lado, se acomodará y olvidará la técnica que le permite sobrevivir. Al olvidarlo, la dependencia se intercambiará: el amo pasará a ser siervo del esclavo por su disciplina del trabajo que él no maneja; se cambiarán ambos de papel y se invertirá el orden.
Y esto ¿qué tiene que ver con niños? Bien, atribuyendo a un pequeño recién nacido el papel de conciencia, podemos estipular cómo el pequeño construye su mundo siguiendo su desarrollo paralelamente al de la dialéctica.
Primeramente el pequeño conoce lo otro, lo ajeno, la cosa; su madre, su padre, su abuela... Todo lo que no es él. Entonces, se percata, tras el tiempo, que esa identidad que vela por su seguridad y que es su mundo –es totalmente dependiente de su entorno—, es plural. Su cuidadores son varios: un hombre y una mujer, son distintos y se alternan su cuidado, o incluso lo delegan a terceras personas —canguros—. Aquí el pequeño ve la pluralidad y la unidad conjuntas, inseparables. Y tal vez como consecuencia de esta no obtendrá autoconciencia en el sentido maduro de la palabra, pero sí identificará un sujeto primitivo que es él que aprende y crece.
La fenomenología de Hegel se puede seguir aplicando a cómo se despierta una conciencia en el mundo. El niño se verá pronto como emperador de todo lo que le rodea: sus jueguetes, su perro…Todo. Sin embargo, en algún punto intermedio se sacudirá su libertad. Más tarde o más pronto, el bebé querrá algo con insistencia –un juguete caro, por ejemplo—, y los padres recharazán sus deseos, se impondrán, se rebelarán.
El papel del niño se verá ahora confuso. Pasará a ser un esclavo de los padres, que le dan lo que quieren, que le atienden si quieren y lo alimentan si lo desean. Sin embargo, el niño se dará cuenta que esas restricciones serán meramente puntuales: los padres están unidos a él por un vínculo biológico –son sus creadores— y social –no está bien visto que unos padres se desentiendan de su hijo—.
Así comenzará la inversión, y la inversión de la inversión… Simplemente un choque. El hijo sabrá de la dependencia de los padres, y sabrá también su resistencia a obedecerlo ciegamente, por lo que luchará fieramente hasta la madurez para conseguir ganar ese gran pulso en los momentos de su vida en los que precise de la pasividad de sus padres.
Así, los roles de amo y esclavo en la paternidad son clave para la educación. Un niño jamás podrá desarrollar su potencial, su educación y su responsabilidad si no acepta que su rol de amo es efímero y está subordinado a sus padres, así como el amo no podrá seguir siendo amo a menos que se de cuenta de que el esclavo en realidad controla toda su vida.
La madurez, por tanto, no es otra cosa sino la voluntaria y directa cesión del poder, del poder como amo, para convertirse en esclavo voluntariamente. Esto aparentemente no tiene lógica, pues en la dialéctica hegeliana el propósito de la conciencia es el reconocimiento. Sin embargo, este no es incompatible con la subordinación a otra conciencia si con ello la conciencia no se siente inferior. Esto es, la conciencia madura distingue su rol real y su rol interpretado para hacer creer al otro que maneja la situación, y porque llegado a un punto el reconocimiento que tiene él mismo ganado por su autoconciencia o por otras conciencias le permiten sobrellevar ese yugo dialéctico, esa vergüenza pesarosa de ser esclavo.
El padre acepta criar al niño porque no teme el no reconocimiento de su hijo, su falta de subordinación, porque la sociedad anterior a su hijo ya le ha dado el reconocimiento que le hacía falta. Como los niños no han estado con esas sociedad anterior, no han tenido jamás reconocimiento, y se lo exigen a los padres porque es condición indispensable como conciencia. Es pues, causa de su desobediencia y rebeldía de los menores el reconocimiento que ansían del mundo exterior y que no pertenece a los padres.
Resumiendo; Hegel establece que la conciencia humana primero capta lo que es ajeno a él y luego, mediante una prospección interior, se percata que la verdad nace en él, naciendo el concepto autoconciencia. Una vez definido como autoconciencia, busca el reconocimiento y chocan sus intereses de reconocerse como única conciencia con otras. Así se crean las figuras del señor y el siervo, como el valiente y el cobarde, el que cede y el que no. Sin embargo, en realidad la madurez la posee el que ha cedido, pues ha madurado más y se cultiva en el trabajo avasallándose para el amo. Así, cuando el amo descuida el trabajo y depende del esclavo se invierte la dialéctica.
Extrapolándolo al panorama de la psicología infantil, la mente de un niño desea mandar y cambiar todo su universo hasta que los padres frenan su ansia conquistadora. Entonces el niño piensa que es un esclavo de ellos, pero los padres tienen más dependencia del pequeño a nivel socio-biológico. Luego se produce una pugna de poder que no es tal, pues no luchan por el poder aquellos que ya lo tienen –en este caso, los padres, por el reconocimiento—.
Si tuviéramos pues, que definir la madurez dialéctica perfecta sería con la inversión de la dialéctica, pues entonces supondría la total oposición aparente a nuestros intereses por nuestra madurez –nuestra voluntaria renuncia al rol de amo por esclavo porque ya poseemos el reconocimiento—.
Sin embargo, reside una contradicción con el pensamiento de Hegel en que el final de la dialéctica sería la inversión del esclavo que pasa a ser amo; pero en realidad no es tal; sólo que esa inversión es interior, podría decirse ficticia. En realidad, aunque sigue siendo el amo el niño, son los padres los que manejan la situación, pero dejan creer al niño que es el amo.
El problema educacional actual es que los padres no dejan claro a sus hijos su posición inferior, su vasallaje, y con esto los hijos procuran constantemente rebelarse contra ellos. Si, dejando creer a los hijos que son amos estos, al cabo del tiempo y de la madurez precisa, rechazaran el rol de amo porque no lo necesitan, sus padres no lo habrían educado mal. Pero el problema es que a pesar de estos dos caminos los pequeños siguen creyendo que son intocables, protegidos por los padres. Un ejemplo son los adolescentes que no han abandonado su pensamiento infantil y se dejan depender de sus padres porque así no tienen que emanciparse con todas las obligaciones que conlleva. ¿Por qué hacerlo, si mis padres me dan de comer todos los días y aunque falte al insti sólo me echaran la regañina, no me echaran de casa?
A esta actitud de rebeldía también hay que sumar la rebelión política al Estado, su cuestionamiento fruto de la implantación de la democracia. Antes, cuando mamá te decía que hicieras la cama, obedecías; ahora, puedes alegar que es anticonstitucional, que vulnera tus derechos, o que incumple tu convenio.
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