Con la muerte de Adolfo Suárez se cierra (en apariencia) el episodio de la Transición española. Con su ida fantasmas olvidados retornan al imaginario colectivo español, tales como la altura moral, la cosecha de consenso o la humildad superlativa atribuida a grandes hombres. Quien crea que los españoles es un pueblo pasivo se equivoca; tenemos la maldición (o el don), eso sí, de ver las virtudes de nuestros gobernantes a posteriori. Sólo el cauce del tiempo nos regala una visión generosa con los nuestros, una visión justa. En el caso de Suárez, fue ahora cuando vimos cuán grande fue. ¿Es peor, quizá, esa maldición nuestra que nos impide mejorar a nuestros animales políticos hasta admirarlos, o ese olvido de las bondades del presente que nos esconde a lo mejor de lo mejor?
Ortega decía que el problema de las sociedades modernas era que gobernaban masas en lugar de grandes hombres, y que, de darse éstos, los odiábamos en lugar de admirarlos. Punto y final.
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