En el momento en el que Marcelino conoció a la futura madre de sus hijos, no pensó en la familia que ella tendría, ni en las dificultades que tendría que sortear para estar con ella, sino simplemente que por fin había encontrado a la mujer de sus sueños. Si hubiera pensado en toda la artillería pesada que tenía escondida la familia de su novia para él, seguiría soltero, solo, solitario, viviendo en un apartamento de solteros de mala muerte más solo que la una. Sin embargo, como no se devanó los sesos al decir “Sí quiero”, tuvo que soportar todo eso y más.
Marcelino Camacho terminó sus estudios en la Escuela de Comercio y se fue a trabajar a una importante empresa de electrodomésticos en Madrid. Era el recién el casado y el novato jovenzuelo que más trabajo tenía que llevar a cabo, pero no le importaba. Llegaba a casa satisfecho consigo mismo: traía el pan de todos los días, como un buen hombre debe hacer, y tenía una mujer maravillosa que lo amaba con locura. ¿Qué se puede pedir más?
Pronto ascendió en la empresa y pasó a ocupar cargos más importantes. Acaparaba cada vez más protagonismo: era un empleado ejemplar, humilde y diligente, con iniciativa; pero lo más importante: era útil para la empresa.
Sin embargo, su vida tenía un punto flaco. El talón de Aquiles de su felicidad era su suegro Agustín. El Chulo de las Cabras, como lo llamaban en su pueblo, era un cascarrabias rácano, malhablado que no soportaba a su yerno y que disfrutaba haciéndole la vida imposible. Era el dirigente de una cooperativa agraria de un pueblo de Guadalalajara, y a pesar de sus ochenta y pico se ocupaba de sus cabras y de la organización de su sociedad pastoril con increíble eficacia. Si la humildad hubiera impregnado su manera de hablar, hubiera sido un trabajador ejemplar, disciplinado y buen padre de familia retirado, pero un fardón, al menos con Agustín, y un viejote verde que no soportaba ver a su única hija con un chupatintas de la capital.
-Entérate de una vez-le había dicho en más de una ocasión-, estás aquí con un visado de mi hija que es cien por cien temporal. Cuando ella se canse de ti, Dios quiera que sea pronto, o tú me hagas cansarme más rápido de lo habitual, cogeré mi escopeta y te subiré los cojones hasta la garganta. ¿Queda claro? Así que soportémonos de momento, hasta que quiera romperte esa cara de vallecano que no puedo soportar.
Ese era el plan: soportarse o morir.
Marcelino había aceptado el plan. Después de todo, eso era mejo que nada. Sin embargo, su suegro tenía reservadas artimañas de viejo de campo para su yerno, artimañas crueles que esperaban despertar en el joven madrileño el deseo de volver a la ciudad y dejar el campo y a su esposa para otro vida, pero fue inútil: cada vez que Marcelino iba para Villavieja del Camino con su esposa, a las afueras del campo, donde sólo hay llanuras y un potente sol castellano, y su suegro le preparaba todo tipo de bromas o escapadas para humillarlo aún más, él encajaba los golpes, las burlas y los insultos que ya ni escondía. Le insultaba directamente a la cara, balbuceando jerga del campo que sólo los vecinos de Villavieja comprendían y reían, y lo hacía moviendo su dentadura caduca y enferma, negra como las morcillas que cenaban.
Ocurrió sin embargo, que algo cambió en su conducta: empezó a respetarlo. Parecía sorprendido de haber encajado todos sus insultos durante los ya dos años y medio de matrimonio con su hija, así que hecho a la idea de poder estar frente al padre de sus nietos, decidió establecer una tregua… de nuevo.
Así, el suegro pastor decidió dejar de enseñarse con él y tratarlo como igual, pero la paz duró poco. Le encontraron un cáncer al anciano y tuvo que quejarse durante dos meses en la casa de su hija en Madrid. Dos largos y tediosos meses en los que el viejo suegro se entrometía en toda la organización de la casa de Marcelino. Llegaba a casa del trabajo, cansado y adormilado, esperando finiquitar los últimos trámites del trato con alguna que otra empresa, y se encontraba con el viejo entrando en su despacho, cuestionando sus papeles y su burocracia, no dejándolo trabajar… Pero su esposa le impedía echarlo de casa o matarlo, que era lo que deseaba; de hecho, estaba feliz de pasar esos meses con “sus únicos dos hombre”, y no podía mirarle a la cara y reprocharle la higiene de su padre, su intromisión en todo, la poca intimidad que les dejaba o sus faltas de consideración de nuevo severas.
El suegro, como las cucarachas, sobrevivió. Tan feliz estaba y tan satisfecho de cómo habían ido las cosas, que no tuvo prisa en irse de nuevo para su villa. Eso sí, el último día les invitó a todos a su restaurante favorito en Madrid. Comieron marisco y bebieron champán para celebrar la completa extirpación del cáncer y los buenos resultados de la venta de leche.
Cuando por fin se fue, su mujer le susurró:
-Oye, ¿te han comentado mi padre lo que les está pasando en el pueblo?
-No, ¿de qué se trata?
-Alguien les está robando las cabras. Bueno, robando, robando… Alguien las espanta en el monte y las deja perdidas para fastidiarle el negocio a mi padre.
-¡Caray! Qué faena-dijo Marcelino, sin lamentar en demasía la mala suerte del viejo.
Se lo imaginó persiguiendo a un hombre de negro en medio de la noche, con garrote en mano, hecho una furia.
-Toda una faena-sonrió.
Sin embargo, la única alegría amarga que le había dado su suegro le duró bien poco: eso no le convenía. Tras sus buenos resultados lecheros, Marcelino había invertido una suntuosa suma de dinero en la leche de su suegro, y no le interesaba que alguien fuera por ahí robando animales al viejo.
Decidido, Marcelino hizo lo último que su mujer hubiera esperado: se tomó unos días libres en la empresa y se marchó a Villavieja del Camino para echar una mano a su señor suegro. Allí, el viejo recibió su ayuda para resolver el misterio a regañadientes, mientras que la señora suegra agradecía y ponía por las nubes al ejemplar marido de su hija.
Marcelinó empleó una semana en el campo para instalar vallas de seguridad en las inmediaciones del terreno. Sin embargo, no surgieron efecto. En su estancia, tres cabras salieron del pueblo y no volvieron. Ni siquiera el perro pastor, que guardaba de noche el lugar, podía impedir que esa persona fantasma que aturdía a los animales actuara a sus anchas.
-Maldito hijo de puta-gritaba el viejo.-Como coja a ese bastardo…Mira, ¡mira cómo se pone la cara al pensar en ese malnacido! Lo mato, ¡como lo coja lo mato! ¡No responderé de mis actos, Luisa, no responderé!
Fue durante la última noche en Villavieja cuando se dio cuenta Marcelino de lo que estaba pasando. Cuando se acostaba a dormir, reventado de arreglar el campo y mejorar su seguridad, se levantaba adormilado, sin abrir los párpados, pie uno detrás de otro, sin mediar palabra con nadie y caminando en silencio como un mudo.Iba al campo, daba varias vueltas, y luego abría el establo de las cabras y las soltaba y las bufaba sin ningún reparo. El perro, que presenciaba todo, no actuaba de manera ninguna. Como conocía a Marcelino de toda la vida, lo tomaba como dueño suyo y no creía estar viendo un robo o un ataque contra nadie.
Sin embargo, quien descubrió la verdad fue Luisa. La suegra fue la que al día siguiente, a expensas de su marido, que lo habría matado de saberlo, le confesó su noctambulismo al propio Marcelino, para impedir su conducta de nuevo y que el suegro pudiera matarlo si llegara a descubrirlo.
-Márchate a Madrid. Venga, vete. Oh, Dios mío, como lo sepa Iñigo te mata, Marcelino. Vete, vete de una vez, por Dios.
Así fue. Se marchó del pueblo poniendo pies en polvorosa sin mirar atrás. Cada vez que miraba el retrovisor, veía en vez de campo y verde, a campesinos enfurecidos, capitaneados por Iñigo, su suegro, y enarbolado palas y antorchas humeantes como en el Medievo.De nuevo en Madrid empezó a ir a un psicólogo: resultó que su noctambulismo lo llevaba arrastrando muchos años y que había actuado en sus sueños perjudicando a su suegro por enrevesados motivos freudianos de dominación. Así que, a fin de cuentas, la culpa de ese deseo inherente de querer destruir la propia de su suegro era…de su suegro.
El tiempo pasó, y tanto la suegra como el yerno siguieron ocultado el secreto del Azuzador de Cabras para el bien común.Al año siguiente, su esposa se quedó embarazada. Cinco años más tarde, vinieron los mellizos.El tiempo pasó tan rápido en Villavieja y en la capital…
El joven recién casado sin mucho capital acabó dirigiendo su propia mediana empresa de televisores de plasma, y el viejecillo fardón acabó por aceptar más o menos bien a su yerno , en una tercera tregua esta vez más fructífera y prolongada.
El joven recién casado sin mucho capital acabó dirigiendo su propia mediana empresa de televisores de plasma, y el viejecillo fardón acabó por aceptar más o menos bien a su yerno , en una tercera tregua esta vez más fructífera y prolongada.
Y después de tantos y tantos años de conflictos y peleas, de odios y de insoportables palabras, el suegro se tiró a una cama y de allí no salió.Se quedó un año entero con cansancio, diciendo que casi no poder andar, pensar o respirar. Los médicos lo achacaron a la edad, que era mi avanzada, y a su testarudez, que aún lo era más.
Sucedió algo sorprendente: pese a todo, echaba de menos a su suegro de antes, hiperactivo, metomentodo, orgulloso castellano-manchego, y cuando le vio en la cama, en el futuro lecho de muerte, más como pasivo anciano que como viejo cascarrabias, una pena hondísima le encogió el corazón.
-Suegro, pese a todo, creo que te he querido durante estos años.
El viejo sonrió e hizo algo parecido a un gesto de cariño al padre de sus nietos.
-Yo también-respondió el viejo-, y que conste que sabía lo cabrón que fuiste con mis cabras, pedazo de hijo de puta.
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