Querido Braun:
hace casi un año desde que te fuiste. Cada día te echo de menos, y es algo que ambos sabíamos que pasaría. No añoro tus paseos, ni rellenarte la comida -aunque sí en cierta manera-, pero sí tu presencia en el sillón, tu alegría al volver de la universidad y verme y nuestros juegos con la pelota -que nunca aprendiste a devolver como un buen perro-. Echo de menos cuando los fines de semanas abrías mi puerta y me despertabas a base de lametones, arañándome la cama o subiéndote. Echo de menos también cuando toda la familia veía una película y tú te tirabas un pedo obligándonos a cambiar de habitación en estampida.
No fuiste un perro perfecto, pero ¿quién lo es? Eras muy nervioso, casi neurótico en la calle, no violento pero sí tenso con otros perros, y en cuanto a trucos, te sentabas, dabas la pata y venías. Poco más. Pero ¿para qué está un perro? No puedo recriminarte nada si tampoco he sido un dueño perfecto: te he sacado tarde, poco y mal, y a veces me he enfadado contigo cuando no lo merecías. Pero tú por ejemplo eras cariñoso -incluso demasiado-, muy tranquilo en el hogar, amigable con las personas y con algunos canes -qué le vamos a hacer, eras algo gallito-. Jugar a la pelota contigo era divertido, aunque nunca entendiste del todo el juego, ni que tenías que traérmela de vuelta -siempre me tocaba abrirte la boca entre gruñidos para seguir jugando-.
También me metías en líos. Recuerdo cuando orinaste en la esquina de una calle y una señora nos gritó como locos, o cuando te rajaste la planta de la pata y vino la policía a casa siguiendo un rastro de sangre desde el parque creyendo que nos habíamos apuñalado. También recuerdo cuando te largabas. Literalmente. Salías corriendo por un sonido, olor o sensación y no dejabas que nada se interpusiera. Si era un gato, una perra en celo, otro perro, un conejo o una moto no importa. Y cómo corrías. Aunque eras muy veloz, los perros más pequeños y con menos pelo te ganan, y los conejos. ¿Recuerdas los conejos? Casi nunca conseguías uno, pero en una ocasión trajiste uno y me lo ofreciste a los pies como un regalo. Era algo macabro, pero me gustó el detalle, aunque si hubieras matado al conejo del todo y no me lo hubieras dejado agonizando habría sido algo más bonito.
Me dio mucha pena que acabaras así, de la noche a la mañana, dejando de comer. Si eras algo era un perro vital, que comía y dormía como un dragón. Por eso, que dejaras de comer, perdieras kilos y te volvieras sumamente pasivo nos alarmó, pero también fue un espectáculo siniestro de lo que estaba por venir. Yo me fui de viaje a Lisboa mientras te recuperabas de la operación que te había quitado el tumor del estómago, y tuve un mal presentimiento cuando pensaba en ti. Al volver me dijo mi madre que no seguirías adelante, que lamentablemente no había nada que hacer. Esa impotencia fue muy dolorosa. Pasé unos días pésimos, y lo sabes. Además verte con puntos y aquel casco triangular cubriéndote la cara mientras te alegrabas de mi vuelta... ¿qué quieres que diga? Me apenó muchísimo. Y aquella mañana en que mi padre te llevó al veterinario para no volver fue muy corta. Derperté un día normal -tarde por ser verano. Eso lo lamenté a posteriori, aunque ignoro por qué. ¿Qué cabía hacer?- y tú no estabas. Qué jornada más larga. Qué casa más fría y silenciosa. Por la noche fuimos al cine todos juntos para pensar en otras cosas, pero aunque no hablásemos, aunque no dijéramos nada e incluso fingiéramos estar interesados en los actores, el trailer y otras gilipolleces, a la vuelta, en el coche, de noche, tras ver los Vengadores, todos lloramos en la autovía. Lo recuerdo como si fuera ayer. Para mí es ayer. Y hoy.
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