Lineas ParaRelas Es una falta de ortografía con patas.

domingo, 18 de septiembre de 2011

¿Es la política el arte de la mentira?

En tiempos de crisis la política se infecta de malas críticas; de repente, la óptica pública se ceba con el gobernador de turno y deja ver todo su rancio historial de errores bien y mal intencionados que antes, en la bonanza, se ignoraba.


¿Es la política el arte de la mentira? Mi respuesta es sí, y no porque haya visto diferentes políticos ocultando y socavando la verdad y haya concluido eso, sino porque está en su naturaleza. Al igual que el vendedor sonríe y miente -no por maldad, sino porque es su deber vender el producto-, el político no puede decir todo lo que piensa; al contrario, tiene que ser un maestro de la palabra y ser ambiguo y conciso cuando lo requiera. La diferencia entre el vendedor y el político es que el primero miente y es aplaudido por ello cuanto mejor lo haga, mientras que el político es considerado un fraude para la sociedad. Y es que se ha olvidado que el propósito del político no es contentar al pueblo, sino aferrarse al poder.

Cada persona navega hacia sus intereses, y el político no es menos. Vive del sueldo público y necesita estar en el poder o en un órgano equivalente; por tanto debe ser bueno en su trabajo, esto es, cumplir la función asignada, que no es otra sino gobernar, en última instancia, pero ante todo ensalzar su partido, diferenciándose del resto, y criticar a la oposición, dar pruebas, para nada empíricas, de que su partido es mejor para el ciudadano.

Para ello deberá decir incongruencias, falacias, mentiras... En primer lugar porque es la forma más cercana de llegar a un pueblo incultivado pero con derecho a voto, pero en segundo lugar, porque no tiene más opción. La política se basa en opiniones, y las opiniones no se argumentan con hechos, sino que no pueden defenderse. Son opiniones y se respetan para evitar la barbarie, pero no se apoyan en datos rigorosos. Quien sí lo hace es la ciencia, las ciencias puras empíricas y las ciencias sociales (una mescolanza con más o menos rigor), que analizan un dato desde una perspectiva objetiva, racional, científica, y sacan conclusiones universales, atemporales y totales. El economista de turno o el bioquímico universitario no son políticos porque llegarían a un mitín electoral con cifras y datos reales, auténtico conocimiento, pero aburrido y técnico. En cambio, el político que coge un gráfico de barras del procesador de datos de Windows, claro y sencillo como un dibujo de Educación Primaria, y explica con él la crisis económica, y lo perfuma con teatralidad y voz chovinista, arranca la lágrima al ciudadano de a pie, y de paso, su voto.

Con esto no desdeño el arte político, necesario en toda democracia y más en estos días. Defiendo al que se decica a política, no me río de su inocencia por creer unilateralmente en lo bueno de su partido; al contrario, lo alabo, porque tiene valor para meterse en la gobernanza del grupo, que si bien otorga privilegios y respeto social, acarrera una responsabilidad muy grande y un tiempo precioso que renuncia de su indiviualidad. Ahora bien, que no venda paraísos imaginarios en los que gobernados y gobernantes van de la mano por el mundo con la sinceridad a flor de piel. Eso no es cierto. Ni lo será.

La oposición, por ser un grupo de personas, no es en conjunto buena o mala, al igual que un grupo social no es en conjunto estrictamente igual. Ningún partido está libre de pecado, pero no por ello no merece el voto otra persona del mismo partido que no esté relacionado con una trama de corrupción. Los partidos democráticos impone una dictadura de principios de la mayoría. Esto tiene sentido si entendemos que es primordial no escindir un partido a la mínima rotura ideológica, pero a la larga un desequilibrio entre la democracia interna y los principios básicos del partido puede acabar en censura de pocos o división de muchos. ¿Quién tiene la culpa de los sucesos macromundiales de naturaleza arbitraria? El gobernante es afectado electoralmente cuando su responsabilidad no se circunscribe a prever el futuro, sino a minimizar los efectos de una catástrofe en el país (económica, social, natural...).  (¿Y si no no es arbitrario?)

También está el hecho de la responsabilidad política: el líder de un partido con un comportamiento ejemplar no tiene por qué disculpar la conducta indecente de sus camaradas, mientras no las secunde ni haya tenido que ver invisiblemente en ella, ni tampoco les defienda a la hora de aceptar sus sentencias.
Otra falacia es lo que un político hace y quiere que los demás hagan. "Faça o que digo, mas não faça o que eu faço" Haz lo que te digo, no lo que hago. Que un político no sea el primero en aplicarse sus propios principios, en un marco de legalidad, es aceptable mientras sea coherente y, repito, legal. Es coherente que tenga como ideal que todos tengan un nivel de inteligencia que él no tiene. No es coherente que tilde de inmoral el divorcio y luego termine su matrimonio. ¿En qué se diferencian ambos ejemplos? El primero es un ideal ético, algo general y atemporal, la cultura universal, aceptado por todos y criticado por nadie, mientras que lo segundo es un hastío personal debidos a una época con unos prejuicios y unas instituciones de poder con intereses. Vemos de nuevo la diferencia; el primer caso podría ser aceptado porque es un ideal ético, filosófico, pseudo-científico, mientras que el segundo no es más una gota en medio de un océano de opiniones, prejuicios y comentarios sin la debida reflexión.


¿Es la política un fraude? No. ¿Son sus sujetos dispensadores de mentiras? Sí. ¿Merece una oportunidad la política? Sí.

Pero, ¿merecen una oportunidad los que llevan la política?

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