Lineas ParaRelas Es una falta de ortografía con patas.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Podemos (I): Pudieron

Llegaron y se quedaron. Reunieronse en Lavapiés, conspiraron como los militares de la Operación Galaxia tratando los pormenores de un exquisito plan de márketing y se lanzaron a las europeas. Y ganaron. Sí, ganaron. Porque a pesar de tener pocos eurodiputados, robaron votos y amenazaron la hegemonía bipartidista con un hambre revolucionaria voraz.¿Pero quiénes son? ¿De dónde surgieron los podemosistas y cómo llegaron a alzanzar tanta notoriedad y éxito en tan poco tiempo, siendo la política española tan rancia?

A pesar de renegar de los personalismos, estas personas decidieron lanzar una campaña con rostros claros y cristalinos. Déjenme decir que precisamente por renunciar a la transversalidad gregaria del 15-M que les dio forma, esta primitiva fuerza política consiguió bautizarse en sociedad. Y se apuntaron a los europeas. A través de las redes sociales inundaron la sociedad con sus nuevas ideas y planteamientos. Pero el carácter amateur de dicha gestión, que acercó sobre todo Twitter a muchos posibles votantes, unido al hastío clásico de la actual España en cuanto a las hienas que ocupan sus instituciones públicas, lanzó el primer cohete espacial directo al postbipartidismo. La colonización aún no había empezado, pero las rosas de la estación norte y las gaviotas de la estación sur, de espaldas e incapaces de contemplar el estercolero que dejaban a sus espaldas, miraban la astronave acercarse suspirando, arrogantes: «¡Ten por seguro que se estrellará!».

Y cuando Arias Cañete pseudo-ganó las elecciones europeas, Pablo Iglesias se quitó el sombrero y el chal y entró en el plató de televisión. Arropado por su tropa de simpatizantes, habló a varias televisiones la misma noche en que insignificantes números de escaños obtenidos por freaks politólogos -así los despreciaban y desprecian-, pasaron a significar, increíblemente, mucho más que simples números. ¿Era cierto, entonces, que el régimen del 78, así llamado, se estaba desquebrajando y podían tomar partido en las decisiones del porvenir? Aquéllo fue el comienzo de un albor. Pero inmediamente surgió una campaña de desprestigio y pánico por parte de las filas del Partido Popular (principalmente, aunque también la hubo mínimamente por parte del  PSOE).


¿Populista? ¿Filoetarra? ¿Filochavista? Las críticas a Podemos son continuas. Sorprende no tanto la carencia de fundamento de algunas, sino los ríos de tinta que se emplean en advertir de su hipotéticas decisiones. No es insulso indicar que la mejor campaña promocial del partido la ha realizado el Partido Popular, pues ha llenado la prensa de titulares avisando del terror que se avecina por parte de el-de-la-coleta-que-no-puede-ser-nombrado y ha acabado dando validez y poder a una fuerza política que, elecciones europeas aparte, y también, ciertamente, no ha gobernado ningún ayuntamiento o comunidad autónoma. Podemos no ha tocado aún la mesa política con sus dedos suaves de biblioteca universitaria; se tacha a un fantasma en esta táctica, y sin embargo, se le da un cuerpo y un arma a dicho espectro; se le vivifica. Cabe preguntarse si, de no haber habido esa campaña de desprestigio popular, el partido de Iglesias (el nuevo) hubiera alcanzado ese estadio de prólogo de revolución social. ¡Jesús, si parece que ya figura en los libros de historia, -perdonad el vocativo; me refería a Cristo y no al otro-, y que lleva en política siglos cuando es un partido con menos de un año de vida!


Bueno, Guillermo, me sorprende que vayas a votarle. Para nada pienso apoyar a ese sindicato de estudiantes de letras con carteles de Che Guevara y círculos políticos como organización microsocial para cada segmento de población (mileuristas, estudiantes, homeópatas, jubilados, amantes de animales, etc.), con reminiscencias a un mayo del 68 lejano tratcheriano, pero, éso sí, Ipads, literatura posmodernistas y jerga marxista moderna. Pero no dejo de preguntarme por qué debería votar a otros partidos que puedan ofrecerme alternativas, cuando la experiencia demuestra que el tópico de que todos son iguales parece efectivamente verdadero. Y aquí llegamos al quid de lo que quería decir:

Que sin duda esta legislatura me ha demostrado que la desafección es sin duda la postura más posible ante este paraje nauseabundo; todos y cada uno de los partidos, con todos sus órganos, todas sus estructuras y todas sus personas detrás de los logos, son, sin excepción, cómplices, activos o pasivos, por maldad o por, oh, estupidez, de este sistema anquilosado heredado de viejos; que no hay ninguna institución limpia y pura en la que confiar en este país; que, de vivir cívicamente, España sólo vale la pena para rodearse de indiviudos, tragicómicos ya, mientras el subsidio de desempleo se esfuma como el humo de las alcantarillas de Vallecas enfilando entre las colas de gente del INEM; que somos buena gente, gente tonta, pues en otros países ésto habría sido ya un alzamiento robersperiano justo y necesario; que, ¡por supuesto!, ni sindicatos ni empresarios, ni fuerzas políticas nacionales o supranacionales nos son útiles ahora, y en lugar de desfilar uno por uno al Congreso de los Diputados para proteger día-sí-día-tambíen, como deberían, los interes ciudadanos, desfilan hacia la Audiencia Nacional, en un espectáculo esperpéntico sólo superado por la fría tranquilidad e indiferencia de un pueblo que, creo, tiene lo que merece al tutelar la codicia de los bajos hombres que nos gobiernan.
que


Y el catastrofismo me hace ver fantasmas polémicos en el futuro. No veo paz ni mejora en este país. Y a medida que todo vaya a peor, el radicalismo político enfrentará a la viaja guardia con la guardia revolucionaria, todo ello en medio de un cementario laboral, con un paro que no baja; sube.

¿Qué contar, si ya lo vivís?

lunes, 10 de noviembre de 2014

Interstellar

Falto de adjetivos me hallo. Por un lado, he disfrutado como un bebé, pero por otro no he visto lo mejor de Nolan, ni un estilo parecido a la trilogía Batman o a 'Inception'. Me he descubierto bocabierto viendo el espacio exterior, pero he dudado de los presupuestos científicos de la película (los que la misma película desea venderte en su contexto, me refiero). La música me ha embadurnado de irritabilidad e inquietud cinematográfica, pero también me he dado cuenta de que la ignoraba: se mimetizaba tanto con la esencia de la película (¿puede acaso decirse éso?) que no se percibía; se respiraba, y ya.

Que se parta de una tierra distópica, infierno medioambiental, con una especie humana en extinción y se viaje hacia el espacio exterior utilizando el espacio absoluto newtoniano como un chicle a vomitar y estirar mola. Mola. Chifla. El tratamiento de las escenas allí es deliciosamente anonadador y no hay queja sino súplica del espectador. En ocasiones, se tuerce, eso sí, la jerga física y uno se siente en el banquillo de un encuentro internacional de jóvenes estudiantes de ciencias de la naturaleza: ¿qué es un agujero negro y en qué se diferencia de uno de gusano? ¿Cómo funciona? ¿Adónde va? ¿Cerca de él se deforma el tiempo y el espacio? ¿En qué medida? Y habría un sinfín de dudas tras visionar este reto. Pero no es lo importante. Cuando voy a una película no busco el inquebrantable mantimiento del principio de no-contradiccón, sino una sentido interno coherente en su propia historia, y para ello se debe presentar primero las reglas del juego y luego jugar.

La debilidad del film es la trágica combinación de fría cientificidad astrofísica y amorosa candidez paterno-filial; es, en realidad, una gran baza, pero que no se mantiene durante toda la historia. La combinación es ardiente al principio, pero el sentido se pierde como humo escapándose de un motor justo cuando está la nave alcanzando la estrafosfera. A continuación los procedimientos que se toman pueden verse y sentirse, pero falla algo; falla el propio sentido, la cordura que respiraba todo el guión antes. El olor a reactor de la NASA y a tostadas recién hechas en una casucha tejana deviene, de pronto, en polvo estelar, a casposo polvo metafísico incomprensible e inconmensurable. Si algo me falla, no lo vi. Si hubo más explicaciones racionales y sensatas que explicaran (y justificaran) semejante final, no las vi.

Y sin embargo, como no fui consciente de todo ese tiempo ahí, disfruté. Disfruté como un niño aplaudiendo esas escenas que te quitan el aliento, que no entiendes pero comprendes; disfruté de una gran historia y es lo que importa. ¿O no?

sábado, 1 de noviembre de 2014

Capitalismo o decadencia

Ignorar el nombre del hombre y transformarlo en cifra, ése es el trabajo de la economía frenética, que busca números y más números. Se olvidan los nombres (los individuos), y los apellidos (la familia), y se vuelve a un vértice infantil de autoritarismo rígido y frígido: es la dinámica del hacer-por-hacer, del miedo a la pausa breve para charlar intrascendentalmente. ¿Qué hacemos? Trabajar. ¿Y mañana? Quizás, también. O puede que el mañana no llegue porque otro número, otro supuesto «humano» te haya robado el puesto de trabajo.

Pregúntate siempre el por qué y descubrirás demonios en las estatuas de bronce que adoramos.

martes, 8 de julio de 2014

Los tres mosqueteros: una democracia «de los chinos»

Es revolucionario en la España de 2014 que tres candidatos de un partido político debatan intensamente sus ideas en televisión. Es revolucionario pese a lo ordinario del planteamiento una vez se esfuma la ilusión y deviene en realismo pragmático: se han visto en el ámbito de la esfera del PSOE, en un debate cerrado entre ellos sin apenas interpelaciones, con preguntas de sus propios militantes, y de forma muy a lo suyo. Y sin embargo, tenemos una democracia interna en los partidos tan rancia que es llamativo y explosivo, revolucionario. En un país en el que la institución más modernizada y reformada en los últimos tiempos es la monarquía, las anquilosadas y corruptas pirámides de la partidocracia empiezan a cambiar. Tienen -en presente- kilos de maquillaje, y aún han de mejorar, pero están empezando a percibir los aires de cambio que vienen -que no son altruistas y benefactores, sino venenosos y catastróficos, pues se acercan olas de cambio electoral sin compasión ni equidad (PP, PSOE, misma mierda es)-. 

Se acerca a ellos una matanza tarantina encabezada por Pablo Iglesias y los minoritarios, y ahora tienen miedo. Normal. Lo merecen, por cierto.






martes, 3 de junio de 2014

La traición de Rosa Díez

Zasca. Ocurrió. Juan Carlos abdicó. En una cortina de humo poselectoral mandó a Rajoy dar el anuncio con el tono de voz anodino. Y se hizo oficial: El Rey renuncia al trono. Por primera vez, alguien renuncia. Dimite. Suena la palabra extraña, aún más cuando no se esperaba y no tenía motivos aparentes para hacerlo. 

Nuestro país es especial. Es para gente que tiene mucho morro, se llama estadista y no lo es. Juan Carlos lo hizo con la mejor intención, pero ve que es inútil ahora y nos deja. No es que fuera un Rey perfecto, pero comparado con la inmesa mayoría de nuestros políticos y sus nefastas tareas y corruptelas, tuvimos al mejor políticos -y único- vitalicio al servicio de todos. Para un republicano jamás será suficiente, sin embargo. Y con razón.

Punto y aparte, piden unos. Coma, sin más, piden otros. Felipe se frota las manos ante la inminente prisa burocrática de la cámara legislativa. La corona está caliente. Le llegará pronto. Mas ¿y la voluntad popular? ¿qué fue de la democracia directa? ¿Queremos monarquía? ¿Hay certeza?

En España las leyes se hacen rápido y mal, siempre mirando a una campaña electoral y raramente mirando en lo extenso del futuro. La monarquía ha sido un parche ante nuestra incontrolable tentencia a matarnos unos a otros por cada régimen político entrante. Por cuarenta años de tranquilidad que hemos tenido se ha dejado para el final, de forma torpe y adolescente, la cuestión de la sucesión. 

El Partido Socialista intenta remarcarse como de izquierdas, pero sus bases republicanas aúllan en la tumba del viejo Pablo Iglesias cuando Rubalcaba da la bienvenida a Felipe VI. No es cuestión de ser de izquierdas o derechas, monárquico o republicano, sino de ser coherentes. Somos demócratas y no dejamos votar. Somos independentistas catalanes y queremos república española. Los partidos en su ignorada o deliberada incoherencia se están suicidando.
El pasotismo de este país tiene su máximo punto en las bases de los partidos. Los portavoces de los mismos atribuyen a toda velocidad la voluntad de su militancia a su voz, y defienden la continuidad del hijo del Juan Carlos I como si no se pudiera, debiera o soñara con poder preguntar a la militancia y la ciudadanía por algo tan trivial, y tan importante, como el tipo de Estado que queremos. La democracia de este país es partidocracia; ya antes se elegían candidatos a dedos y no por primarias, y ahora se eligen reyes por parlamentos caducos temblorosos de miedo por un futurible parlamento lleno de rojos republicanos.

Y en medio del huracán de la llamada Segunda Transición, Rosa Díez y UPyD alega que la forma del estado es menos importante que la sustancia del problema: tener buena monarquía o buena república es más importante que tener república o monarquía. Sabias palabras que visto a mal sirven para no mojarse. Participarán en el debate, de haberse, siempre que no sea en caliente y sea profundo. Pero, ¿y la decisión? ¿Dónde dejó Díez de ser progresista para ser constitucionalista? Decepciona ver que todos son expertos en abogacía, sabedores de los entresijos de los códigos penales y constitucionales. Adoran las leyes con pleitesía y son incapaces de ver allende el ámbito legal. La ética para ellos es la Luna. Y vivimos en el Averno de normas y más normas. Estabilidad ante todo. Que nada cambie. Todo debe ser igual para que no cunda el caos.

¿Y cuando se fragmenten los partidos mayoritarios qué harán? ¿Y cuándo las manifestaciones ensordezcan la coronación a quién escucharán? ¿A qué esperan para reaccionar estos señores?

martes, 6 de mayo de 2014

Niebla

-Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema usted, amigo –y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla–, no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas...
–Y usted, ¿no es anarquista también? –preguntó Augusto a la tía, por decir algo.
–¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer? ¿No comprende usted que eso es imposible?
–Hombres de poca fe, que llamáis imposible... ––empezó don Fermín.
Y la tía, interrumpiéndole:
–Pues bien, mi señor don Augusto, pacto cerrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien educado, de buena familia, con una renta más que regular... Nada, nada, desde hoy es usted mi candidato.
–Tanto honor, señora...
–Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa.. Luego, ¡fue criada con tanto mimo!... Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano...
–¿Catástrofe? –preguntó Augusto.
–Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre de Eugenia se suicidó después de una operación bursátil desgraciadísima y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su trabajo hasta reunir con qué levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando lecciones de piano sesenta años!
Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.
–La chica no es mala –prosiguió la tía–, pero no hay modo de entenderla.
–Si aprendierais esperanto –empezó don Fermín.
–Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra?
–Pero ¿usted no cree, señora –le preguntó Augusto–, que sería bueno que no hubiese sino una
sola lengua?
–¡Eso, eso! –exclamó alborozado don Fermín.
–Sí, señor –dijo con firmeza la tía–; una sola lengua: el castellano, y a lo sumo el bable para hablar con las criadas que no son racionales.
La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana también, a la que reñía en bable.
–Ahora, si es en teoría –añadió–, no me parece mal que haya una sola lengua. Porque este mi marido, en teoría, es hasta enemigo del matrimonio...
–Señores –dijo Augusto levantándose–, estoy acaso molestando...
–Usted no molesta nunca, caballero –le respondió la tía–, y queda comprometido a volver por
esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato.
Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: «¡No piense usted en eso!» «¿Y por qu
éno?» , le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, caballero, hay presentimientos...» Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato.»




Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron:
–¿Sabes Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.
–Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?
–Pichín, mi canario.
–Y ¿a qué ha venido?
–¡Vaya una pregunta! Tras de ti.
–¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como tío Fermín.
–Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chi
ca, sobre todo rico.
–Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.
–Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?
-Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.
–Tú le verás, chiquilla, tú le verás a irás cambiando de ideas.
–Lo que es eso...
–Nadie puede decir de esta agua no beberé.
–¡Son misteriosos los caminos de la Providencia! –exclamó don Fermín–. Dios...
–Pero, hombre –le arguyó su mujer–, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?
–Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico.
Dios no manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista, Dios no manda, sino...
–Obedece, ¿no es eso?
–Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!
Cogió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos y añadió:
–Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece... obedece.
–Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presenta un gran partido.
–También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.
–¡Bueno, se verá! –terminó la tía.

Miguel de Unamuno, Niebla.

lunes, 21 de abril de 2014

El hombre que no se sentó

Con la muerte de Adolfo Suárez se cierra (en apariencia) el episodio de la Transición española. Con su ida fantasmas olvidados retornan al imaginario colectivo español, tales como la altura moral, la cosecha de consenso o la humildad superlativa atribuida a grandes hombres. Quien crea que los españoles es un pueblo pasivo se equivoca; tenemos la maldición (o el don), eso sí, de ver las virtudes de nuestros gobernantes a posteriori. Sólo el cauce del tiempo nos regala una visión generosa con los nuestros, una visión justa. En el caso de Suárez, fue ahora cuando vimos cuán grande fue. ¿Es peor, quizá, esa maldición nuestra que nos impide mejorar a nuestros animales políticos hasta admirarlos, o ese olvido de las bondades del presente que nos esconde a lo mejor de lo mejor?




Ortega decía que el problema de las sociedades modernas era que gobernaban masas en lugar de grandes hombres, y que, de darse éstos, los odiábamos en lugar de admirarlos. Punto y final.

martes, 25 de marzo de 2014

Ender


La ciencia-ficción echa para atrás. Es la hija fea de una literatura monotemática como la oficial actual. Ningún escritor de fantasía o ciencia-ficción es nominado al Nobel; a lo sumo, un escritor de realismo mágico o de realismo ingenuo y poético (semejante a lo primero). Sucede que había oído buenas críticas de Orson Scott Card de la mismísima Laura Gallego y de otros conocidos, y como tuve una buena experiencia con Canción de hielo y fuego (antes de la serie, malpensados), le di una oportunidad a El Juego de Ender y a su continuación, La voz de los muertos.

El primero tiene una película; el segundo, por fortuna, no. Es una obrita no muy largo, profunda, tanto por forma como por contenido, en cuanto a qué dice y cómo lo dice, ligera, rápida, plagada de diálogos y escenas cortas pero intensas. En un futuro incierto la humanidad se enfrenta a la venganza de una especie alienígena con la que combatimos antaño y que ha regresado. El ejército con el que se combate lo encabezan niños superdotados. El protagonista sufrirá un entrenamiento en dicho ejército para convertirse en un miembro importante de dicha armada. Lo original del planteamiento es la creación ex nihilo de un universo nuevo, con importantes normas no ya tecnológicas, sino políticas. El universo de Card es un retablo de geopolítica elevada al cuadrado, con dosis de ética y teoría de juegos, además de teología. Los infantes, además, no son niñitos: son soldados con sus tribulaciones, sin renunciar a su niñez. Pero tampoco se renuncia a los adultos, ni a los familiares lejanos del protagonista: la combinación de tantas personalidades y de unos enemigos misteriosos y sumamente interesantes como son la raza insectora a la que se enfrentan crean una trama sutil, compleja y metafórica de juegos de poleas de espías y material bélico a cascoporro. Por añadir, diría que lo mejor del libro no es el propio Ender (que también es interesante), sino sus hermanos, ese triángulo freudiano de bien blanco, mal negro y humanidad gris intermedia que es la joya de la corona.


Pero su segunda parte no envidia nada a El juego de Ender. La voz de la muertos renuncia a las naves espaciales y a la guerra para especular sobre antropología, religión y relaciones humanas. Un auténtico melodrama se abre en este libro, pero melodrama para bien. A éso le sumamos una nueva raza alienígena y un nuevo Ender, mutado en un hombre nuevo, y tenemos una segunda parte increíble, que mejora en cada capítulo hasta un final anticlimático, pero justo, equánime, de calidad. 


Orson Scott Card, mormón estadounidense extremista, tiene en su haber premios de ciencia-ficción (tantos, que le salen por las orejas). Su saga tiene muchas partes, y hasta subsagas, pero las dos primeras son mayúsculas.

jueves, 6 de marzo de 2014

Testosterona y geopolítica

Por si alguien no lo sabe, tras salirse del poder el presidente de Ucrania, Putin ha optado por la ofensiva y ha invandido la península de Crimea, perteneciente a dicho país, bajo el pretexto de proteger a la minoría rusófona. Este hecho es lo más violento -en todos los sentidos- que ha vivido Europa desde la Segunda Guerra Mundial y los Balcanes. ¿Quién lo ha orquestado? Un personaje: Putin. Un estilo. Una cara. Una masculinidad única. Él es Rusia y -desgracidamente- Rusia es él.

Tengo la teoría de que la calidad democrática de un país se mide por la importancia social que tienen sus políticos. Si la nación puede desarrollarse sin esos líderes -una vez jubilados, retirados o muertos-, significa que es libre -palabra prostituída-, que tiene individuos libros y sabe autocontrolarse y gobernarse. Básicamente es una teoría liberal, lo cual me asusta y me hace quedarme en una esquina de mi habitación planteándome si tengo un prototipo de Alien negro bebé con la cara de Tratcher en mi interior. Pero es verdad: cuando la nación se descontrola cuando falta alguien -ay, Chávez-, entonces se ve la calidad del pueblo, de su madurez, inteligencia e independecia (bueno, de sus gentes particulares y de los gobernantes que han tenido).

Pero vayamos a esa figura superlativa. Apoyo de la izquierda radical -qué casualidad, como los soviéticos-, este KGB habría sido torero y del PP de haber nacido en España. En Rusia tienen un machismo rancio heredado de la época de los zares que aún les aleja de Occidente. Pues Putin es así, fuerte, bruto, sensible con los cachorritos, coqueteador cuando ve jovencitas de Femen reclamando derechos, impasible con activistas Pussy Riot -excepto cuando conviene decretar indultos (¡ay los indultos, cuánto daño han hecho y harán sacando al niño inocente de su cuarto castigado con esa sensación de autocomplaciencia y compasión!)-, ruina de los homosexuales -con leyes de otros siglos-, y campeón geopolítico.

Vladimir Putin es el amo y señor de las conferencias internacionales. Si Gadaffi orinaba en las plantas de los hoteles donde iban delante de todos, éste seguramente coge a alguna azafata del cátering y le da cachetes en el culo. Por donda pasa, arrasa. Hasta abrigó tiernamente a Merkel en un gesto magnánimo pasando a los anales de la historia como stalinista acaricizador -se podría hacer un libro sobre la publicidad de dureza y sensibilidad que tienen esos tíos-.

Obama tiene carisma, pero es demócrata, en el sentido electoral. Aunque tiene su sonrisita de negro carismático de Chicago que nada oculta y es tu amigo, las formas mandan -y los designios electorales más-; Obama se resigna; agacha la cabeza como el can  que es obligado por la correa del amo, pero el Doverman soviético va suelto y su amo es un cabeza-rapada indiferente a los mordiscos que va a dar el desgradiado can a otros animales.


Putin tiene un triunvirato con Dmitri Medvédev, él mismo y su testosterona. Ni se inmuta en disimular el aborto de democracia que hay en Rusia. Se turna el poder de primer ministro y presidente como aquí los cargos públicos con la puerta giratoria: de la empresa pública a la privada, sólo que aquí pasan de lo público a lo público ahorrándonos oposición, elección limpias y libertad.

Bueno, pero planta cara al imperio yanqui, diréis algunos. ¿A precio de qué? Parece que estamos en un piso y nuestro compañera es una chica bastante fea que además nos agobia con la limpieza. Enfrente vive un libertino de esos de dejar la música hasta las horas inmorales. Nuestra cabecita dice que lo mejor sería cambiarnos y vivir la vida sin preocuparnos de tirar el calzoncillo al cesto de la ropa sucia o al cajón de los tenedores. Pero ocurre que con la fea puedes hablar. Tiene sus manías, sí. Nos tira sus zapatos a veces, también. Tiene nefastos conocimientos de geografía, también. Canta canciones de Lana del Rey a grito pelado, puede. Pero, ¿te regala algo por tu cumple? ¿Te defiende cuando vienen gitanos a robarte en el portal del edificio? ¿Se lleva bien con tu novia, la UE? ¿Entonces qué más quieres?

Me quedo antes con el que tiene una cárcel en Guantánamo que con el que tiene miles y no lo reconoce. Y que protege a monstruos. Y encarcela gais por serlo. Y da cachetes en el culo.

sábado, 8 de febrero de 2014

Heducación

Licencias soeces aparte, la cosa es que la ecuación es clara: la educación es importante (siempre), pero en democracia es su condición de posibilidad. Pedagogía y política son las dos caras del sistema democrático: si son los ciudadanos quienes gobiernan y gobernarán el Estado, la educación de éstos es la clave del sistema. La educación es el remedio a las diferencias económicas y a las diferencias en general. El supuesto de que todos los hombres son iguales toca aquí su máxima expresión; y es que todos los hombres son iguales, entre otras cosas, pueden aprender por iguales. Tocamos madera. Sentimos un alivio. No es palabrería; es un hecho. Nos dicen que valemos igual, que nuestro voto es contado, que hay igualdad. El hecho es que el profesor es que el primer ciudadanos en darse cuenta en que el chico porreta de quince años, el estudiante chino que balbucea palabras, la adolescente preñada o el homosexual acosado, todos éstos tienen la misma capacidad intelectual. Las diferencias entre ellos son mínimas y en torno a cómo aprenden, pero es indiscutible que todos pueden aprender. 
 
La democracia empieza en la escuela. La democracia empieza en la escuela porque la escuela enseña que la sociedad es diversa, también que todos tienen capacidades intelectuales, y por último, que todos tienen igualdad de oportunidades. No estoy haciendo apología de la educación en valores democráticos (es más, al contrario), sino en constatar que la democracia implica educación y viceversa. Ojo: no hago un juicio moral, sino una observación objetiva. No digo ni creo que la diversidad social sea lo mejor para la sociedad, sino que la diversidad es esencial en la sociedad. No es un deseo, es un hecho (muchos puritanos amantes de sus hijos no entienden esta distinción entre ser y deber ser, entre lo que hay y lo que debería haber).
Ocurre, sin embargo, que no porque la escuela se cordine de manera democrática o enseñe valores democráticos, sino porque ejemplifica las diferentes multiplicidades de la sociedad. La sociedad no es un cúmulo de varones, un cúmulo de mujeres, un cúmulo de morenos y rubios, de gente de matemáticas o de griego clásico... sino el conjunto de ello.

De esto se deriva, primero, que la sociedad es heterogénea, y segundo, que toda educación que quiera evitar la heterogeneidad de sus alumnos perjudica a dichos alumnos (los aleja de la realidad). El juicio moral es claro: vivir juntos es mejor que vivir separados, ergo estudiar juntos es mejor que vivir separados; o mejor, no mezclados. De aquí que la educación que se organiza por sexos es un error. Ocurre, sin embargo, que respetamos la voluntad de los padres que así desean educar a sus hijos. Respetar la voluntad democrática es pues lo que fomenta la educación en democracia (qué es eso, primera pregunta)... Y primer error.

Primera clase de filosofía de primero de Bachillerato. Son las ocho y media de la mañana en un barrio obrero de Madrid capital. Adolescentes hormonados entran en clase. Ignoran mucho y creen saber demasiado. Muchos duermen aún. Empieza la clase: no se trata de una asamblea de estudiantes que preguntan sus dudas arbitrarias al profesor, sino de una autoridad intelectual que da su versión de los hechos y obliga a sus estudiantes a comprenderla, memorizarla y exponerla. En otras palabras: la realidad es que la educación es un proceso antidemocrático en que una autoridad dictatorial fuerza a que cierto contenido sea asimilado. Los chavales no charlan con el profesor, sino que lo copian; aprenden de él. El divorcio entre democracia y educación parece incuestionable.

Si bien un buen profesor se caracteriza por no saber exclusivamente, sino comprender, explicar, simplificar y evaluar, la realidad es simple: la autoridad intelectual supera a la autoridad democrática. El criterio democrático no vale siempre, al igual que la democracia no vale siempre. Al médico no se le juzga ni se cuestionan sus decisiones; él es el docto, el entendido. En cambio, el profesor es menospreciado y juzgado de todas las formas posibles. Además, su campo, la pedagogía, es embestida por la sociedad. Queremos democratizar la educación (cuando jamás ha sido democrática, al igual que la economía, la sanidad o el deporte). ¿Por qué? Porque queremos democratizarlo todo.

Tras la II Guerra Mundial vivimos tiempos de democratización primaveral, una adolescencia política que lejos está de culminar. Con la caída de los fascismos y de la URSS se abraza el conservadurismo, el liberalismo y la socialdemocracia y se impone el pánico a regresar al pasado: todo sistema político deberá ser democrático; las comunidades internacionales los apoyarán, fomentarán, educarán, expandirán... hasta conseguir que las voluntades populares se organicen en ese sistema. Más allá de si éso funcionó (no lo ha hecho, pues grandes regímenes políticos actuales son dictatoriales), sí funcionó para dogmatizar la democracia. La democracia en toda discusión se da por hecho como mejor sistema, al igual que la Tierra no es plana o que dos más dos es cuatro.

Educar no es exponer, sino explicar. El profesor es historiador y filósofo, porque explica por qué suceden las cosas y en qué medida se relacionan unas cosas con otras. A este respecto, el profesor no puede educar en valores, sino explicarlos. No puede hacer memorizar el amor, la dignidad, la tolerancia, sino explicar ética, derecho, historia y geopolítica. Porque el profesor no es un clérigo que da a sus chicos verdades absolutas, sino genealogías. Incluso el profesor de matemáticas debe enseñar la realidad allende sus teoremas. No me refiero ni siquiera a la practicidad de las matemáticas, sino a su comprensión total con otros saberes, como la física, la economía o incluso la literatura: el profesor puede (intentar) hablar de todo a sus alumnos. Es su obligación.

 El profesor puede enseñar moral, pero como filósofo moral: éste no te educa en amor, sino en entener el amor. La diferencia entre un buen profesor y un mal profesor recae en la objetividad didáctica (no exenta de juicios personales), en su interés por el alumno, en su evaluación personal, objetiva, clara y justa y en su, finalmente, interés personal y no meramente académico por el alumno. La parajoja es que no hay interés más importante respecto a un alumno que el interés por sus conocimientos. No hay nadie que haga más favor a un adolescente que un maestro; su entrega jamás será pagada suficientemente. El profesor, aun cobrando, trabaja altruistamente al condenarse en una paternidad perpetua que nadie (excepto el mismo y su alumnos) le agradecerán suficientemente.

Y este batiburrillo mezclado se publica. Echadme a los leones si veis contradicciones.
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